¡Venga tu Reino!
LaRed
«Donde hay caridad y amor, ahí está Dios»
LaRed, 5 de febrero
de 2008
El último viaje de Nuestro Padre
El 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, estando presentes
algunos legionarios
, apostólicos, miembros del Regnum Christi y familiares,
fueron sepultados en Cotija los restos de Nuestro Padre. De este modo, la
tierra que lo vio nacer, lo acogía nuevamente después de un largo y fatigoso
peregrinar por el mundo. Fue una ceremonia discreta, pero profundamente sentida
por todos los participantes y por quienes con nuestro pensamiento y oraciones
viajamos hasta ese entrañable pueblito de México.
El
cuerpo de Nuestro Padre llegó temprano, a las cinco de la mañana.
Llegada del cuerpo de Nuestro
Padre, en la madrugada, al Centro Cultural Interamericano.
La caja de madera, sobria, como lo
había pedido Nuestro Padre, se colocó sobre el suelo de la capilla del Centro
Cultural Interamericano. Apenas llegar se tuvo el responsorio de exequias.
El P. Evaristo Sada recita las
primeras oraciones de las exequias
Después, los presentes comenzaron a
velar sus restos, con el cirio pascual al centro. Se respiraba un ambiente muy
especial de oración, recogimiento y gratitud. Paulatinamente fueron llegando
familiares y amigos hasta que la capilla se llenó.
Las hermanas de Nuestro Padre:
Maurita, Blanca María y Tere (al fondo)
oran ante el cuerpo de Nuestro Padre.
A las
7.00 a.m. inició la celebración eucarística. Presidió nuestro director general,
acompañado por nuestro vicario general, los directores territoriales de México
y Monterrey, Mons. Jorge Bernal, Mons. Pedro Pablo Elizondo, y muchos
sacerdotes más. El P. Álvaro inició su homilía con un significativo «Querida
familia», porque eso era lo que se respiraba y se vivía: el encuentro de una
familia para acompañar a su padre en estos momentos de despedida. Habló a los
presentes sobre lo que Nuestro Padre le hubiera aconsejado para la homilía de
esta ocasión, y comento que ante todo le hubiera pedido que hablara de Cristo y
que invitara a todos a no entristecerse sino a permanecer alegres como dice el
apóstol: “Estad alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres” (Fil
4, 4).
Narró cómo Nuestro Padre pudo
realizar su deseo de morir con tranquilidad, en casa, rodeado de los suyos.
Partió en medio de una gran paz, una paz que contagió a todos los presentes y,
en definitiva, a todo el cuerpo de la Legión y del Movimiento. Comentó el
anhelo de Nuestro Padre por llegar al encuentro definitivo con Dios,
ilustrándolo con anécdotas como ésta: «Una vez un hermano que lo acompañaba a
subir una montaña en el sur de Italia, le preguntó: “Nuestro Padre, ¿en qué
está pensando?”, a lo que Nuestro Padre respondió: “Estoy pensando en el
momento en que me presente ante el Padre solo en el cielo”».
El P. Álvaro durante su homilía
Nuevamente invitó a todos a no estar
tristes, a recordar la expresión tan propia de nuestro vocabulario: «“Ánimo”. Y
ánimo para todos nosotros legionarios y miembros del Regnum Christi significa
que Dios nos llama a la santidad, a la caridad. Recordó que ahora nos toca a
nosotros llevar el amor de Cristo y extenderlo por el mundo, si somos lo que
estamos llamados a ser. ¡Cuántas confesiones, cuánta caridad derramó un “sí”,
el de Nuestro Padre! Por eso en los Encuentros de Juventud y Familia –comentó
el padre Álvaro-, no se ven personas que “hacen” apostolado, sino personas que
están marcadas por el amor a Cristo».
Nuestro Padre murió feliz. Fueron,
de hecho, sus últimas palabras. Ya en sus últimas horas, con la conciencia
debilitada, un médico le preguntó: “¿Está usted feliz?”. Y, ciertamente con
dificultad, Nuestro Padre respondió: “sí”.
Desarrolló otros dos aspectos:
esperanza, que es activa, que camina hacia el cielo y nos hace aprovechar cada
segundo de la vida, y compromiso. Compromiso, más que nunca. Hoy nos toca,
más que nunca, a nosotros. El compromiso que Jesucristo nos deja de ser
santos, ser apóstoles y vivir el mandato sin el cual nada tiene sentido y con
el cual todo tiene sentido: la caridad.
Recordó el P. Álvaro que lo más
importante no son las obras, sino la santidad de las personas. Por eso en 1998,
precisamente en un 2 de febrero, Nuestro Padre escribió en una tarjeta al
volver de la ceremonia de renovación de votos en el Vaticano: «Quiero ser como
un cirio que se consume…». Habló a continuación de una niña que se había
incorporado al ECYD a los 9 años y que nos ayuda a valorar nuestra vocación de
cofundadores. Ella quería ser aún cofundadora, y temía que al llegar a la edad
de incorporación ya no pudiera serlo.
Invitó a todos a agradecer a Dios
por el arrojo apostólico de los Legionarios y los miembros del Regnum Christi,
y recordó que Nuestro Padre nos dijo siempre que nuestro signo distintivo debía
ser la caridad.
El P. Álvaro invitó a pensar en el
recibimiento que Nuestro Padre tendría al llegar al cielo, el reencontrarse con
Mamá Maurita y sus cofundadores que ya habían llegado a la meta y gozaban del
abrazo eterno con Dios. Por ello no tenemos pretexto para no ser santos. No hay
excusa para no llegar también nosotros, fieles hasta el final, en el amor.
Antes de concluir la homilía dirigió
una profunda y sencilla invocación a la Santísima Virgen: «María Santísima:
intercede por nosotros. No nos dejes solos y huérfanos. Ayúdanos a vivir en
oración intensa». Y concluyó: «Gracias, Nuestro Padre, por habernos
llevado al don más grande que un hombre en la tierra puede poseer: la
amistad con Cristo».
El P. Álvaro rocía con agua
bendita los restos de Nuestro Padre al final de la celebración eucarística.
Al concluir la celebración
eucarística, según el rito correspondiente, inició la procesión, en la que
diversos grupos de legionarios, miembros consagrados y señores del Regnum
Christi fueron cargando el ataúd hasta depositarlo en la carroza fúnebre.
Inició el trayecto hacia la cripta
de Cotija.
La comitiva, que marchaba serena,
rezando el rosario, en medio de un ambiente de oración, se detuvo ante el cerro
calabazo. Allí, Mons. Pedro Pablo Elizondo leyó este texto:
«Desde
que yo era un adolescente, Dios Nuestro Señor me concedió la gracia de percibir
con nitidez y hondura esta realidad que toca íntimamente la existencia de todos
los seres humanos: la vida es un breve lapso, apenas un parpadeo, comparada con
la eternidad que nos espera más allá de este paso fugaz por el tiempo.
Recuerdo
que me gustaba subir por las tardes a uno de los cerros afuera de Cotija, mi
pueblo natal; y desde allí, conversando con Dios, contemplaba allá abajo, al
pie de la colina, el cementerio con sus tumbas adornadas de flores, más allá,
en el llano, los tejados rojos del caserío, y como hincado en medio de ellos
el campanario con la cúpula de la iglesia parroquial. Me preguntaba, con
las palabras sencillas que puede haber en la cabeza de un muchacho de pueblo de
13, 14 años, qué es esto de vivir, si a fin de cuentas todos venimos acabando
en una tumba.
Llegada
a la cripta de Cotija
Me
daba cuenta de que yo podía escoger entre dos caminos. Uno, el camino fácil del
"tirar adelante" por la vida, sin mayor preocupación: buscarme una
buena fuente de recursos para mi sustento y, eventualmente, para asegurar el
futuro de una familia; tratar de ganar buen dinerito; soslayar del mejor modo
posible las penurias de la vida; y gozar al máximo los pocos años que tenía
delante de mí.
El
otro camino se presentaba, con mucho, más arduo y escabroso. Se trataba de
construir la vida, minuto a minuto, mirando hacia la eternidad. Tomar cada
instante de mi tiempo como una oportunidad que Dios me concedía para hacer algo
por Él y por el bien de mis hermanos. "Invertir", por así decir, cada
segundo, en algo constructivo, en algo que sirviera para los demás, y me
asegurara, además, la vida eterna.
La
opción era clara. Y así, sobre aquella colina, al cobijo del crepúsculo
encendido, iba madurando en mi interior, tarde a tarde, la idea y el propósito
de que yo tendría que gastar mi vida entera por algo que en verdad valiera la
pena; por algo que no se fuera a terminar cuando otros sepultaran mi cadáver;
por algo que dejara una huella profunda en la historia y en el mundo; en una
palabra, por algo que pudiera llevar conmigo a la eternidad » (CNP 10
mar 1993).
Llegado a la cripta, el féretro fue
depositado. El P. Álvaro le dio una última bendición. Los presentes entonaron
la Salve Regina, para encomendar el eterno descanso de Nuestro Padre a
la Santísima Virgen María y se tuvo la bendición final.
Son
muchos los pensamientos y reflexiones que en estos momentos acuden a la mente y
al corazón de los legionarios y consagrados. Preferimos dar paso al silencio
contemplativo que sabe descubrir, como María, la mano de Dios detrás de todos
los acontecimientos.
_______________________________________
De acuerdo con lo establecido en el
protocolo S.G. 2607-2007/11, este servicio es para uso interno de los
legionarios y miembros consagrados, por lo que no deberá reenviarse a terceros.
Las páginas de la Legión y el Movimiento cuentan con los artículos elegidos
para el público en general. Asimismo, existen los boletines informativos del
Regnum Christi que se envían por correo electrónico desde la página del Regnum
Christi.
¡Venga
tu Reino!
LaRed
«Donde
hay caridad y amor, ahí está Dios»
LaRed, 6 de febrero
de 2008
El último viaje de Nuestro Padre (II)
Ofrecemos
la carta que el P. Álvaro dirigió a los legionarios y miembros consagrados del
Regnum Christi con motivo del fallecimiento de Nuestro Padre, junto con algunas
imágenes de los momentos vividos en Cotija el pasado 2 de febrero.
Cotija de la Paz, Mich.,
3 de febrero de 2008
Muy estimados en Jesucristo:
En estos días he estado
recibiendo innumerables manifestaciones de cercanía de todos ustedes, como
muestra del espíritu de familia que Dios, con infinita bondad nos regala y en
las que se palpa la fe tan profunda que anima nuestras vidas. Sólo Dios sabe
cuánto se las agradezco. La única manera de hacerlo es ser siempre fieles al
don más grande que hemos recibido, nuestro amor a Jesucristo. Ahora tengo la
oportunidad de escribirles, aunque sea muy brevemente, desde aquí, la tierra
que vio nacer a Nuestro Padre. Y parece como si el nombre mismo expresara la
realidad tan maravillosa que Dios nos concede vivir en estos momentos: el don
de la paz, dentro del dolor natural que nos acompaña también. Amor y dolor.
Y es que, a pesar de toda
la tristeza que sentimos, como hijos que hemos querido y queremos tanto a
Nuestro Padre, sabiendo que en esta vida ya no tendremos el consuelo de su
presencia física, en el fondo de nuestros corazones reina la paz, no la paz
según el mundo, sino la que sólo puede dar Jesucristo. Y así se percibe aquí
entre los padres, consagrados y consagradas, familiares de Nuestro Padre, y las
personas que se han unido para despedirlo y, por así decirlo, entregarlo al
Padre. De Él venimos y a Él volvemos. Y se percibe, de modo muy personal y
cercano, en los mensajes que he podido leer de todos ustedes, a quienes tanto
agradezco. Realmente tenemos que dar gracias a Dios de que nos permita vivir
este milagro, fruto de la fe, de la esperanza que nos salva, y del amor.
También es casi tangible la presencia de la Santísima Virgen, Madre solícita y
fiel, que nunca nos retira su mirada amorosa. Fue Ella quien sostuvo los pasos
de Nuestro Padre a lo largo de su peregrinación. Y ahora nos sostiene a
nosotros, porque sabe muy bien que somos sus hijos y que necesitamos
continuamente su protección.
De hecho, ayer rezamos el
rosario en la explanada de Nuestra Señora de la Paz, en una tarde espléndida,
con un cielo muy azul y una suave brisa que era como la del Espíritu Santo que
se quiere llevar las penas y llenar el alma de paz.
Además de agradecerles
con todo el corazón, quisiera en esta carta referirles de un modo muy sencillo
el desarrollo de estos últimos días. Como les comenté en mi carta del 29 de
enero, fue necesario que Nuestro Padre se sometiera a una intervención, que en
sí misma salió bien, y de hecho Nuestro Padre pudo regresar a la casa dos días
después. Sin embargo, muy pronto su cuerpo comenzó a debilitarse más. Fue
entonces cuando les pedí incrementar sus oraciones. Sin embargo, no parecía que
todo se fuera a desarrollar con tanta rapidez. Dios es el que sabe cómo y
cuándo. Él, Padre misericordioso, nos lleva de la mano por sus designios
misteriosos; es tanta su bondad, que para nosotros es imposible entender sus
misterios de puro amor para sus hijos.
Los dos últimos días
Nuestro Padre los pasó prácticamente en estado inconsciente. Sólo en algunos
muy breves momentos volvía en sí. Pero siempre se mantuvo muy sereno. Ya no
hablaba, estábamos cerca de él, y sabíamos que estaba muy cercano y que él
sabía que todos estábamos ahí muy cercanos. En un momento uno de los doctores
que le estuvo atendiendo, se le acercó para preguntarle si estaba feliz. Pudo
sacar fuerza para contestar “sí”. Esa fue su última palabra. Como el sí que le
había dado a Dios cuando escuchó por primera vez la llamada. Un sí que ha hecho
posible nuestro “sí”, y que miles de personas hayan encontrado a Dios y nos
haya cambiado la vida. Un “sí”, que nos recuerda nuestra vocación a decir
siempre “sí”, sea lo que sea, sin importar el precio. “Sí, padre, aquí estoy
para hacer tu Voluntad”. Bien sabemos que el sí a la voluntad del Padre, es lo
único que nos llena de paz.
Aunque ya anteriormente
los padres le habían administrado en diversos momentos la unción de los
enfermos, pude también, dos días antes de su muerte, darle la unción, la
absolución, la última comunión, viático para ese último tramo del camino que ya
no vuelve, porque termina en el cielo, en el abrazo tan largamente anhelado con
el Padre. Me quedé un buen rato con él, primero, rezando al lado de su cama, y
luego, me acerqué para conversarle, hablarle de cuánto lo ha querido Cristo, de
lo que Dios ha hecho por medio de la Legión y del Movimiento para el bien de
tantas almas, y al final le hice el signo de la cruz, y le di un abrazo a nombre
de todos y de todas las consagradas. La última vez que le hablé por teléfono,
llegando a Jerusalén, hacía muy poco tiempo, le había dicho que le mandaba un
abrazo muy grande de parte de todos. Y él me contestó: “pues yo les envío uno
aún más grande”.
Nos disponíamos a iniciar
la concelebración de la Santa Misa cuando Dios lo llamó a su presencia. El
cuarto estaba iluminado, sereno, lleno de una paz que no es posible describir.
A su lado tenía una cruz que le había llevado de Jerusalén, con tierra del
Calvario. Un rosario de Getsemaní, recordando tantas veces que nos habló de lo
que significaba la voluntad de Dios unida a la de Cristo, que con lágrimas y
sudor de sangre, abrazaba hasta la muerte de cruz, la voluntad del Padre, para
nuestra salvación. Enfrente, la imagen de la Virgen de Guadalupe, como él lo
había pedido. Ahí estaba, es Ella, la Madre fiel. Quería que Ella, que recibió
su sacerdocio, lo acompañara también en sus últimos momentos. Y así, en paz,
sin angustias, simplemente dejó de respirar. Dios había querido que
estuviésemos a su lado; allí estaba toda la Legión y el Movimiento, en ese
cuarto, en los que experimentábamos al Dulce Huésped del alma, al Consolador,
al Padre de las misericordias. El P. Alfonso Corona le colocó su estola. El P.
Óscar de la Torre le puso la cruz en su pecho, y así, una cruz amorosa,
envolviéndole, sellaba su vida.
¡Cuánto dolor en esos
últimos días! Sólo Dios conoce. Pero a la vez, llegado el punto final, qué
alegría ver que ya, por fin, llegaba a la meta que tanto soñó, por la que
vivió, trabajó y sufrió durante su vida. Estábamos presenciando el abrazo
eterno. Terminó para él la larga peregrinación, y ese camino de amor y dolor,
para que Dios se lo llevase con mucha paz, después de sus cerca de 88 años.
Diez sacerdotes
celebramos la misa; participaron dos consagradas santas. Fue ésa la primera
Misa de cuerpo presente. Veía la cruz, y era como si Dios desclavara sus manos
y sus pies, y dejara disponible la cruz para que otros, nosotros, subamos a
clavarnos en ella. Es el turno de los cofundadores. Cuando tenía a Cristo en la
Eucaristía, en la consagración, veía el rostro de paz con el que había muerto.
Y así, recordaba en el corazón que todo lo hemos de ver desde el amor de
Cristo. Si estábamos ahí, como sacerdotes, era por el sí de su sacerdocio. Si
estábamos como consagrados y consagradas, era por un “sí”. ¿Cuántas veces ha
venido Cristo a acompañarnos en la Eucaristía, después de su “sí”? ¿Cuántas
confesiones, perdón, misericordia, salvación? ¿Cuántas almas santas, llenas de
caridad, de pasión apostólica, gracias a este sí, de un hombre a quien hemos
llamado con toda nuestra fe y cariño “Nuestro Padre”?
Después vino un momento
de espera, que se prolongó más de dos días, porque había que gestionar los
trámites legales para el traslado del cuerpo a Guadalajara. No era posible
determinar cuánto tiempo sería necesario esperar. Por eso tampoco se podía
fijar una fecha y hora para el rito del funeral.
Finalmente el cuerpo
llegó a Guadalajara, en torno a la media noche entre el viernes y el sábado. De
inmediato se hizo el traslado a Cotija, y llegó al Centro Cultural “Santa María
de la Montaña” a las 5.00 de la mañana. Allí estaba el P. Evaristo esperándolo,
lo recibió y celebró la santa misa. Se tuvo un rato de velación. Allí estaban
también Mons. Jorge Bernal y otros de los primeros, representando a quienes
creyeron desde el inicio. Lo veía de rodillas, al lado del féretro, como un
soldado fiel, como un hijo agradecido y con el reto de dejar a las demás
generaciones lo que Dios, a través de él, nos ha dejado.
A las 7.00 comenzamos la
Misa de Exequias. Pudieron participar algunos familiares de Nuestro Padre, las
comunidades legionarias y los equipos de consagradas de Guadalajara, un grupo
de señores que estaban realizando allí un cursillo de Reino, y algunas personas
de Cotija. Nuestro Padre siempre había querido algo muy sencillo, en un clima
de oración e intimidad. Recordaba mucho esa carta que me envió en 1991 y que me
había pedido guardar cerrada hasta los últimos momentos de su vida, en donde me
hacía la petición de que todo se desarrollase así. Al final decía: “Nos vemos,
padre, para el abrazo eterno de Dios”.
La santa misa se
desarrolló en un clima muy hermoso de familia, de sencillez. Se sentía que en
esa capilla estaban presentes espiritualmente todos los legionarios, y todos
los miembros del Movimiento. Allí estábamos todos, hijos agradecidos y
cofundadores que luchamos por ser fieles, para ofrecer con la Eucaristía, en la
patena, la vida y la muerte de Nuestro Padre. Había una gran tristeza. No podía
no haber. Pero había, sobre todo, una grandísima paz. Estoy seguro que él nos
decía, desde el cielo, que no podíamos estar tristes; resonaba en el interior
la invitación de san Pablo a ver las cosas de arriba, y aquella otra en que nos
exhorta a estar “siempre alegres en el Señor”. ¿Cómo no estarlo, si por fin
llegó a la meta, al abrazo eterno?
Para la homilía estoy
seguro que el silencio eran las mejores palabras. Quería escucharle a él, sobre
todo para ver qué nos quería decir Dios en este momento, como Padre amoroso;
cómo podría resumir, de algún modo, lo que todos teníamos en el corazón. Me
parecía imposible. No sé cuánto valor pueda tener lo que en ese momento se
habrá dicho, pero se las mandaré por si puede servir de algo, y sobre todo,
porque sé que todos queremos unirnos, más que nunca, en este momento.
Terminó la misa y nos
encaminamos hacia la cripta, en oración, detrás del féretro. Cuando la carroza
pasó por el cerrito Calabazo se detuvo. Allí Mons. Pedro Pablo leyó unos
párrafos de la carta de Nuestro Padre sobre el tiempo y la eternidad. Era
sobrecogedor escuchar aquella experiencia tan sublime que tuvo Nuestro Padre
hace 75 años. No hay duda de que esas contemplaciones eran diálogos intensos
con Dios, tan íntimos que marcaron para siempre su existencia:
«Desde
que yo era un adolescente, Dios nuestro Señor me concedió la gracia de
percibir con nitidez y hondura esta realidad que toca íntimamente la existencia
de todos los seres humanos: la vida es un breve lapso, apenas un parpadeo,
comparada con la eternidad que nos espera más allá de este paso fugaz por el
tiempo.
Recuerdo
que me gustaba subir por las tardes a uno de los cerros afuera de Cotija, mi
pueblo natal; y desde allí, conversando con Dios, contemplaba allá abajo, al
pie de la colina, el cementerio con sus tumbas adornadas de flores, más allá,
en el llano, los tejados rojos del caserío, y como hincado en medio de ellos,
el campanario con la cúpula de la iglesia parroquial. Me preguntaba, con las
palabras sencillas que puede haber en la cabeza de un muchacho de pueblo de 13,
14 años, qué es esto de vivir, si a fin de cuentas todos venimos acabando en
una tumba.
Me daba
cuenta de que yo podía escoger entre dos caminos. Uno, el camino fácil del
"tirar adelante" por la vida, sin mayor preocupación: buscarme una
buena fuente de recursos para mi sustento y, eventualmente, para asegurar el
futuro de una familia; tratar de ganar buen dinerito; soslayar del mejor modo
posible las penurias de la vida; y gozar al máximo los pocos años que tenía
delante de mí.
El otro
camino se presentaba, con mucho, más arduo y escabroso. Se trataba de construir
la vida, minuto a minuto, mirando hacia la eternidad. Tomar cada instante de mi
tiempo como una oportunidad que Dios me concedía para hacer algo por Él y por
el bien de mis hermanos. "Invertir", por así decir, cada segundo, en
algo constructivo, en algo que sirviera para los demás, y me asegurara, además,
la vida eterna.
La
opción era clara. Y así, sobre aquella colina, al cobijo del crepúsculo
encendido, iba madurando en mi interior, tarde a tarde, la idea y el propósito
de que yo tendría que gastar mi vida entera por algo que en verdad valiera la
pena; por algo que no se fuera a terminar cuando otros sepultaran mi cadáver;
por algo que dejara una huella profunda en la historia y en el mundo; en una
palabra, por algo que pudiera llevar conmigo a la eternidad».
Y pensaba, ahora que nos
tocaba a nosotros sepultar su cadáver, que en verdad Nuestro Padre ha cumplido
sus propósitos, ciertamente con la ayuda de Dios. Ha dejado una huella muy
honda en la historia y en el mundo. Nosotros ahora estamos apenas empezando a
ver los frutos de su vida.
Continuamos el trayecto,
hasta llegar a la cripta. Allí no cabían todas las personas que asistían, así
que pudieron entrar los hermanos de Nuestro Padre y algunos representantes de
los diversos grupos. Todos somos conscientes de la misión que hemos recibido
como cofundadores. ¡Qué reto! Creo, muy queridos padres y hermanos, consagrados
y consagradas, que no tenemos opción sino ser santos, llevar a la Legión y al
Movimiento hasta donde Dios quiere que lleguen. Que no temamos, que seamos más
valerosos que nunca, que crezcamos más que nunca. ¡No le podemos fallar al
Amigo, a Cristo! No le podemos fallar a Nuestro Padre, que nos ha dejado lo que
hemos recibido; ni a los primeros legionarios, que han dado su vida, y de los cuales
algunos ya están en el cielo. Si se puede decir, no tenemos derecho a no ser
santos y a no vivir el mandato de Cristo, el descanso de nuestros corazones, el
fin por el que fuimos creados: la caridad.
Dios mediante, mañana
tendremos la misa en la Parroquia de Cotija. Vendrán todos los legionarios,
consagrados y consagradas de México. El miércoles de ceniza tendremos la misa
en la Universidad Anáhuac con los miembros del Movimiento.
Les mando un abrazo de
familia, más cercana que nunca, arraigados, como la casa construida sobre
cimientos sólidos, en las virtudes teologales, en el amor a Cristo. Les ruego,
por favor, no dejen de encomendarme para que sea también fiel. Espero seguir en
comunicación con todos ustedes, y los tendré muy presentes ante la Eucaristía y
ante la Santísima Virgen. Con toda mi gratitud, quedo su afmo. servidor en
Jesucristo,
_______________________________________
De acuerdo con lo establecido en el
protocolo S.G. 2607-2007/11, este servicio es para uso interno de los
legionarios y miembros consagrados, por lo que no deberá reenviarse a terceros.
Las páginas de la Legión y el Movimiento cuentan con los artículos elegidos
para el público en general. Asimismo, existen los boletines informativos del
Regnum Christi que se envían por correo electrónico desde la página del Regnum
Christi.
¡Venga
tu Reino!
LaRed
«Donde
hay caridad y amor, ahí está Dios»
LaRed, 8 de febrero
de 2008
Misa en el santuario de Nuestra Señora de San Juan del Barrio
El pasado domingo 3 de febrero, se tuvo una misa por el eterno descanso de
Nuestro Padre en el santuario de Nuestra Señora de San Juan del Barrio, ubicada
a unos pocos kilómetros de Cotija. A este santuario acuden los cotijenses para
implorar favores y dar gracias a la Virgen María. También Nuestro Padre acudió
muchas veces a este lugar para ponerse a los pies de la Santísima Virgen. La
concelebración eucarística tuvo lugar en la antigua capilla recientemente
renovada por deseo de Nuestro Padre (Cf. LaRed, 15 de enero de 2008).
Estuvieron presentes legionarios y miembros consagrados, junto con la familia
de Nuestro Padre.
En
la homilía, el P. Luis Garza desarrolló el significado que tienen las palabras
del evangelio: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
dure» (Jn 15,16) en este momento de la vida de la Legión. «A nosotros
cofundadores nos toca la misión de llevar adelante la Legión en su misión de
predicar y vivir el amor en nuestras vidas y obras de apostolado», dijo el P.
Luis. En las oraciones de los fieles se pidió también por el P. Conrado, quien
fue párroco de Cotija durante muchos años y falleció el mismo día que Nuestro
Padre.
Visita a la cripta
Por la tarde, hacia las 6:30 p.m., un grupo se reunió en
la cripta para rezar el rosario ante la sepultura de Nuestro Padre. En esos
momentos, los albañiles estaban colocando el muro que sella el nicho donde
descansan sus restos, ya que el día anterior se había cerrado simplemente con
la lápida, de manera provisional.
Después
del rosario, y mientras continuaban los trabajos, el P. Leonardo Núñez,
director territorial de Monterrey, organizó la lectura de algunos textos de las
meditaciones de Nuestro Padre recogidas en el libro «Oraciones de corazón a
Corazón». Transcribimos algunos párrafos:
«Aquí,
en este lugar donde yacen las cenizas de los seres queridos, enséñame lo que
soy: polvo, ceniza, nada.» (Acción de gracias ante la tumba de Mamá
Maurita. Cotija, 12 de octubre de 1999).
«Son
dos verdades que no puedo negar: mi creación en el tiempo y el momento solemne
y definitivo de mi vuelta a ti, después de la muerte. Me has querido enseñar,
con tu doctrina y con tu ejemplo, el verdadero camino que he debido recorrer
para llegar a ti, para lograr este tránsito de la vida a la muerte, del tiempo
a la eternidad, con paz, con alegría, pensando en que por fin me encontraré
Contigo, cara a cara, por toda la eternidad.» (Acción de gracias en la misa
de renovación de promesas bautismales, después de los ejercicios espirituales
para superiores del territorio de Italia. Roma, 3 de febrero de 2001).
Sobre el cuerpo de
Nuestro Padre se colocó una imagen de la Virgen de Guadalupe.
«Me
has hecho vivir en un periodo de la historia de la humanidad verdaderamente
maravilloso, grandioso, lleno de luces inmensas y de grandes sombras como es el
hombre, como es el corazón humano.» (Palabras en el comedor del centro de
estudios superiores de Roma, 10 de marzo de 1998).
Nuestro
Padre siempre había querido descansar bajo la mirada y protección de la Virgen
de Guadalupe. Por ello, sobre el ataúd y dentro de la tumba, el P. Evaristo
Sada, L.C., colocó una imagen de la Virgen de Guadalupe que quedará allí para
siempre, simbolizando el amor maternal de María hacia Nuestro Padre.
Un
grupo de señoritas consagradas permaneció allí cantando durante las cuatro
horas que duraron los trabajos. Entonaron los cantos que gustaban
particularmente a Nuestro Padre como: «Amor eterno», «la Salve Rociera»,
«Solamente una vez», etc.
_______________________________________
De acuerdo con lo establecido en el
protocolo S.G. 2607-2007/11, este servicio es para uso interno de los
legionarios y miembros consagrados, por lo que no deberá reenviarse a terceros.
Las páginas de la Legión y el Movimiento cuentan con los artículos elegidos
para el público en general. Asimismo, existen los boletines informativos del
Regnum Christi que se envían por correo electrónico desde la página del Regnum
Christi.